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Jesucristo y los 12 pasos.

Séptimo Paso.

“humildemente le pedimos que nos liberase de nuestros defectos

 

Este paso no motiva a reflejar en nosotros mismos y ver si realmente hemos adoptado la actitud mental decidimos en el primer paso: humildad. Aquel camino nos colocó en el sendero, una actitud d e humildad en donde vemos a Dios como la fuente de gracia que nos llevará al lugar donde queremos estar. Él es la solución, el único que puede transformar el corazón del hombre y modelarlo como él sabe que debe estar. La palabra humildad, se refiere a carácter, en ocasiones como una actitud de las gentes (espíritu del alma). Mt. 5:3 los de carácter humilde.

La humildad es un aspecto esencial de la naturaleza divina. En cambio, el orgullo conduce a la rebelión y la desobediencia, como se ve en el ejemplo de Satanás. El fundamento de una vida sana y pacífica descansa en someterse al señorío de Cristo, permitiendo que su guía y autoridad reinen en nuestras vidas. ¿Estoy verdaderamente rendido al señorío de Cristo?

La redención significa dejar atrás el poder de las tinieblas y ser trasladado al reino donde Jesucristo es Rey, convirtiéndonos en «siervos de la justicia».

La humildad nos trae la gracia de Dios, porque Él resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes. Al abrazar la humildad, nos abrimos al favor y la protección de Dios. Como señala Hebreos 13:17, la humildad nos capacita para recibir la guía y la dirección de Dios, como destaca Juan 3:19.

Este paso nos impulsa a examinar si realmente poseemos la humildad que abrazamos en el primer paso: una humildad que reconoce a Dios como la fuente última de la gracia, el Único que puede transformar nuestros corazones y guiarnos a donde necesitamos estar. Solo a través de Él es posible un cambio genuino. La esencia de la humildad debe reflejarse en nuestro carácter y actitud, como lo describió Jesús en Mateo 5:3: «Bienaventurados los pobres en espíritu».

 

Dios, como Creador, tiene el poder de transformar nuestros corazones. A través de la entrega diaria y de la obra del Espíritu Santo, somos santificados. Algunos pueden preguntarse: «¿Por qué debo aceptar a Cristo? ¿Por qué debe Él vivir en mi corazón?». Un espíritu que aún no está vivo en Cristo no puede crecer ni comprender las cosas espirituales. Cuando recibimos a Cristo, el Espíritu de Dios da vida a nuestro espíritu: somos como recién nacidos, creciendo y aprendiendo a través de nuestra relación con Él, convirtiéndonos en quienes estábamos destinados a ser.

Efesios 3:14-17 enseña que cuando Cristo habita en nuestros corazones por la fe, su Espíritu fortalece nuestro ser interior. Sin la presencia de Cristo, carecemos de esta fortaleza espiritual, porque el Espíritu no puede obrar donde no hay vida. La aceptación genuina de Cristo es esencial: abre una línea de comunicación con Dios, dándonos acceso a su ayuda y otorgándole la autoridad para obrar en nuestras vidas como nuestro Padre. A su vez, como sus hijos, también se nos otorga autoridad en Él.

Dios, que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará. El cambio ocurre a medida que sometemos nuestra voluntad a Dios; Él nunca nos fuerza, sino que nos invita a elegir su camino. Él camina con nosotros solo cuando lo invitamos, respetando nuestro libre albedrío. Cada día, podemos elegir decir:

 

«Padre, quiero caminar contigo. Quita de mí todo lo que no sea tu voluntad, aquellos rasgos que no te agradan».

Como enseñó Jesús: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?».

 

«Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia».

 

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